Recuerdo que estaba en casa de mi abuela, una casa de pueblo antigua y grande.
La habitación espaciosa, que se encontraba en penumbra, sólo estaba amueblada con un escritorio y la cama que yo ocupaba.
A los pies de la cama se encontraba un hombre con gafas, vestido con una bata blanca y llevando un estetoscopio colgado del cuello.
A duras penas podía distinguir su cara redondeada entre las sombras, sólo recuerdo que era un tipo alto, delgado y algo calvo.
Hablábamos sobre las causas de mi convalecencia, que me mantenía postrado en aquella cama y que, según él, se resolvería con una simple operación que él mismo me practicaría, pero a medida que progresaba la conversación, mi intranquilidad iba en aumento.
¿Por qué no había nadie más allí? ¿Por qué no estaban mis padres ni mi hermana? ¿Por qué aquel hombre me transmitía aquella sensación de desasosiego que crecía con cada palabra que pronunciaba con una voz que no puedo recordar?
Suspicaz, comencé a preguntarle sobre su profesión, cuánto hacía que era médico, por qué había pasado los últimos seis años sin ejercer... (¿y por qué sabía yo aquello?)
Cada vez más tenso, me respondió que todo había sido producto de un error, pero que ya estaba subsanado.
Cerré los ojos un instante y, al abrirlos de nuevo, él ya no estaba a los pies de la cama.
Presa del pánico, mientras el corazón me latía fuertemente en el pecho, escruté por la habitación a través de la oscuridad sin encontrar rastro del hombre.
Sobrecogido, de pronto me di cuenta de que se encontraba justo a mi lado, de pie, observándome, su rostro deformado por una sonrisa macabra.
-¡Qué quieres de mí!, grité desesperado.
Él se inclinó sobre mí y me susurró:
-A ti.
Después me desperté.
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