Antes, Cuando La Vida Me Sonreía, todas mis preocupaciones más o menos recurrentes se reducían a chorradas como mi pequeña depresión de los domingos por la tarde.
Había incluso algo de morboso en esa sensación de vaga melancolía que duraba sólo desde la media tarde del domingo hasta que llegaba la noche.
Su limitación en el tiempo la hacía controlable, manejable, sabía que al día siguiente todo estaría bien, a pesar de que tendría que madrugar para ir a trabajar con una semana de por medio hasta el siguiente fin de semana.
A pesar de todo, casi cada domingo por la tarde mi pequeña depresión volvía a aparecer, como el cuñado plasta que aparece sin ser invitado y se queda toda la tarde, como una pequeña constante más de la rutina, como una referencia más de mi vida.
Ahora ya no. Ahora los domingos por la tarde no son sino la antesala del confort que me supone comenzar la semana, ir a trabajar y mantenerme ocupado, abandonar el fin de semana que se presentaba como otra peligrosa ocasión de tener tiempo libre y no tener con qué llenarlo.
Aunque como una bendición, la gente que me rodea, mis amigos con A mayúscula, se han preocupado mucho de que no pase ni un sólo fin de semana sin nada que hacer, me han sacado y me han entretenido (y lo han conseguido! gracias!), aún así, tengo la certeza de que el siguiente viernes traerá consigo esa sensación de miedo a quedarme en casa que me ha acompañado cada fin de semana desde que Ella no está.
Pero hoy es domingo por la tarde y todo está bien.
Y me voy a cenar a un hindú en Lavapiés con mi amiga M(GB).
Porque yo lo valgo.
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