martes, 8 de noviembre de 2011

Y usted, ¿también es Napoleón?

Nunca me había atrevido a meterle mano a Dostoievski, la verdad.

No es que me echen para atrás los clásicos, qué va, nada de eso.

Pero es cierto que en su día me presenté a Joyce con excesiva familiaridad y con bastante desparpajo, y Joyce me respondió, con razón, que qué era aquel atropello, que si él y yo nos habíamos tomado alguna pinta de cerveza juntos o qué.

Me despistó el que otros clásicos respetables hubieran sido tan exquisitamente amables conmigo, contradiciendo mis expectativas.

El caso es que Fiodr no me había contado aún la historia de Raskolnikov, de Razumijin, de Sonia, ni de nadie, y ahora sé ya, indudablemente, que nunca le habría perdonado el no haberlo hecho.

O a mí el no haberle preguntado.




Crimen y Castigo me ha parecido una obra maestra.

Si la plática que mantienen Raskolnikov y Porfirii, aparentemente desenfadada pero cargada hasta los topes de tensión, no es uno de los pasajes literarios más sublimes que se han escrito, es que yo no entiendo un pimiento de esto, o que he leído muy poco, dos posibilidades que tampoco me apresuraría a descartar.

Lo que me gusta es que la historia en sí no es para tanto.

Lo que sí son para tanto es, por un lado, lo que ocurre en la cabeza del pobre Rodion y, por otro, la madre del cordero: cómo un hombre mortal se cree, por un instante, inmortal, esto es, Napoleón, y determina que el fin justifica los medios. Como los dos jóvenes estudiantes de La Soga, como Gaddaffi o como Dominique Strauss-Kahn, salvando las distancias, si ustedes me entienden.

Si aún no han leído ustedes Crimen y Castigo, corran, corran con desenfreno a su librería más próxima y adquiéranlo de inmediato, será la mejor compra que hayan hecho en mucho tiempo.

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