domingo, 4 de octubre de 2009

Barcelona

En Barcelona te tratan mejor que en Madrid.

O quizás debería decir "en Barcelona ME tratan mejor que en Madrid", porque mis amigos de la Ciudad Condal juran y perjuran que lo acaecido durante tan señalado fin de semana no es, ni mucho menos, lo habitual. (Yo no me lo creo, y punto).

Podría argumentar que el hecho de sentirme bien tratado fuera de Madrid no es un hecho extraordinario, dado que en Madrid, generalmente, me tratan a patadas, pero es que la bondad del trato en Barcelona no lo es por comparación con el de Madrid (si bien este contraste no hace más que enfatizar las diferencias) sino que lo es per se.

Viernes (11.15): La estanquera, joven, vital y radiante nos regala una amplia sonrisa mientras bromea alegremente con nosotros a cuenta de una pequeña confusión (ajena completamente a su responsabilidad, naturalmente) producida en el momento de pagar.

Brilla el sol y suena Shiny Happy People, de REM.


Viernes (12.30): Tomamos unas cervezas en un delicioso local regentado por unos argentinos que desbordan amabilidad y cordialidad por los cuatro costados.

Los comentarios simpáticos y las sonrisas se suceden todas y cada una de las veces que nos dirigimos a ellos.

Sopla una suave brisa que nos trae las notas de Beautiful Day, de U2.

Viernes (14.30 aprox.): Comemos, qué digo comemos, degustamos los exquisitos manjares de un coqueto restaurante barcelonés de ambiente amistoso y relajante.

Los camareros me dispensan el trato de "Señor Marqués".

Las Cuatro Estaciones de Vivaldi en el hilo musical durante la comida. Al salir, somos sorprendidos por un grupo de barceloneses espontáneos que cantan Viva la Gente animándonos con regocijo a que nos unamos a ellos, lo que hacemos con alborozo.

Sábado (11.30): Sentados en una terraza frente al Hospital de Sant Pau, el camarero me sonríe con cordial complicidad al servir los cafés (deliciosos).

Después, a la hora de pagar, recibe con resignación el dinero por parte de uno de mis acompañantes, con la decepción pintada en su cara al no haber gozado del honor de recibirlo directamente de mis manos.

Al traer la vuelta, considerando que es su última oportunidad de agasajarme, se salta el protocolo y me la entrega con manos temblorosas diciendo con gratitud infinita "Vuestra vuelta, Excelencia".

Hace una mañana esplendorosa y puedo escuchar como algún barcelonés, feliz de serlo, canturrea Love is in the air según pasa a nuestra altura.


Sábado (15.00): Decidimos comer en un restaurante del centro. Estilo moderno y cocina soberbia.

Los camareros se deshacen en elogios y espantan a la nube de periodistas y curiosos que se congrega a nuestro alrededor.

Al final de la comida, pese a nuestra insistencia, el dueño del restaurante, que ha salido a saludarme, rehusa cobrarnos un sólo céntimo, argumentando que el honor de tenerme en su humilde local es tan inconmensurable que jamás lo olvidará y jurando por su difunta madre que rebautizará el salón de honor como "Salón Banshee".

Cuando nos vamos se despide con ojos acuosos: "Gracias, Señor, jamás le olvidaremos".

Pomp and Circumstance suena, apropiadamente, en el momento de la despedida.


Entenderán pues, supongo, que gruesos lagrimones rodaran por mis mejillas cuando, ante la mirada incrédula de Una-Que-Yo-Me-Sé y de Timeshock, el camarero de la terraza en la que nos encontrábamos el sábado alrededor de las 5 de la tarde, al ser interpelado pidiendo yo que me cambiara un billete de 5 euros para tabaco, me preguntara con una sonrisa radiante "¿qué tabaco va a querer Su Majestad?", respondiendo yo "Nobel", desapareciendo él raudo cual centella y retornando acompañado de música de clarines, rodeado de pajes que arrojaban pétalos de rosa a su paso mientras toda la multitud, congregada alrededor del cordón de seguridad que la división de honor de la Guardia Urbana (todos con sus uniformes de gala) había organizado, nos vitoreaba y arrojaba confeti y serpentinas, a la vez que el alcalde de Barcelona y demás autoridades de cuerpo presente, emocionados también, esperaban con los nervios reflejados en sus ojos llorosos la oportunidad de ofrecerme las Llaves de la Ciudad, que brillaban en sus manos mientras cientos de periodistas acreditados procedentes de más de ciento cuarenta países trataban de captar el momento y de obtener alguna declaración; retornaba el camarero, decía, que al llegar ante mí hinca una rodilla en tierra e, inclinando la cabeza, me ofrece de sus manos enguantadas en blanco, una bandeja de plata sobre la que se hallaba un cojín de terciopelo y, descansando sobre este, un paquete de oro purísimo con diamantes engarzados y con la leyenda "Nobel" sobre su costado, cada letra minuciosamente tallada de forma artesanal por un descendiente de Claude Garamond, que contenía una veintena de cigarrillos de la máxima calidad, cuyo sabor era tan sublime y carente de parangón que cualquier intento de describirlo resultaría un torpe ejercicio de futilidad.

Que uno no es de piedra.